Estoy la cocina, uno de mis lugares favoritos de casa, preparando algún plato especiado. Recuerdo perfectamente sobre qué comida trabajo mientras remuevo y salpimento los ingredientes que han encogido y se han convertido en perfume gracias al calor y a las caricias.
Sigo removiendo aquello que tenía en mente y que huele tan fuerte. Tengo ganas de terminar para poder sentarme y saborear el resultado final que ya se vislumbra con la nariz. Empieza a hacer calor y me quito la chaqueta mientras intento girar el botón de la temperatura. Llevo largo rato concentrada en la textura del plato y la melodía que tarareo sin airear un poco la atmósfera. No es la cacerola, creo que soy yo. Estoy ardiendo y mis movimientos son bruscos aunque los defina con dificultad. Miro a mi alrededor, mis ojos intentan escapar de un fundido a negro cada vez que se giran a enfocar otra cosa. Mis palabras están aplastando mi propio pecho y no consiguen salir por mi boca sabor metal. No hablo mi idioma, no tengo lenguaje, no hay pensamiento. Mi raciocinio es una sinestesia de colores ciegos y densos sonidos en mi paladar. Yo estoy cocinando. Mis músculos se encuentran en una tensión tal que no son capaces de sostener algo tan delicado como la dulce vida. Tengo 26 años. Me arrastro de pie hasta la cama, caigo desplomada sobre mi imagen proyectada mientras la observo desde muy lejos. No soy ella ni ella lo es, estamos rellenas de energía en cortocircuito. No puedo volver, estoy segura de que me he perdido. Hace un momento estaba en otro sitio, no recuerdo qué hacía. Me llamo Elena y vivo en Atocha. Mi mente está lanzando unas señales tan fuertes que alguien seguro recibirá cuando destruyan la puerta. Están cayendo pequeñas gotas de aire sobre mis oídos que me hacen buscar el hormigueo de las manos. Las percibo, pero las siento apagarse huecas y pesando varias toneladas. Si se dedicaran a palpar lo destrozarían todo en mil pedazos. Sé que el aire está pasando por mi garganta pero no me está calando los pulmones. No recuerdo a qué venía, pero vivo aquí. Mi habitación se descompone alrededor, debo de estar muriendo. No estoy sangrando pero no sé cómo se llama mi calle. No era eso para lo que venía, intentaba respirar un poco. Eso, vine a la habitación a contar. Conozco los números y los voy a decir muy rápido para que no se me olviden en el camino. ¡Eso es! Eso es lo que quería hacer ahora, quería contar porque sé cómo se hace. No voy a abrir los ojos hasta que los números se asocien con su imagen. No lo voy a hacer hasta que mi habitación no siga ahí. De verdad, vivo en Madrid. Noto una leve brisa, puedo oír lo que ocurre a mi alrededor pero no puedo interactuar. Espero a que me conecten. El tiempo me despierta del coma y no me reconozco en esa posición, yo no estoy cómoda tumbada así. Sé muy bien lo que pienso y conozco las palabras, no sé qué hora es. Ando sujetándome la cabeza para que no se produzcan fugas. Había apagado el fuego de la sartén. No quiero comer, quiero dormir. Necesito un minuto, tengo muchas lágrimas por alguna parte y las tengo que encontrar. Estoy viva. Es muy importante lo de mis ojos. Me llamo Elena y vivo en Atocha. Sé unas cuantas cosas más.
¿Puede suceder otra vez? No se puede morir dos veces. No pueden morir mi cocina ni mi cuerpo, mis lugares favoritos.