21 de febrero de 2017

Pataleta

Elijo el dolor, las manchas, el duelo... Me inclino por las sensaciones que sacan de mí el desconsuelo más crudo y la verdad más negra. Me desmaquillo buscando la belleza esencial, intentando ver en el espejo esa hermosa consonancia entre todas mis partes. Los diferentes músculos de mi cara, lesionados de tanto cubrir a mis huesos, necesitan soltarse y sangrar. No pueden más, sus razones no conviven con las exigencias del día a día. Estrenan daños, pero cada noche intentan recuperarse para que nadie pueda dudar ni un segundo de su fortaleza.

Ojalá pudiera hacer entender al mundo que a veces quiero ensuciarlo todo con mi angustia, que no tiene derecho a robarme la alegría que la tristeza me da cuando consigue salir. Cómo quisiera que el olor de mi ropa sin lavar fuera cómodo, que pudiera entrar en un bar y las personas se excitasen al verme converger conmigo misma. Daría un trago ahogado y luciría mi desgana escupiendo sobre cualquier consejo constructivo. Buscaría por las paredes los recuerdos que me hacen llorar para pavonearme de mi confianza, me jactaría de las camisas planchadas de los demás y vomitaría sobre sus sonrisas. Dibujaría al sexo y a la muerte y comería perros. Nadie querría limpiar mis espumarajos del suelo ni sentiría la obligación de socorrer mi alma.

Mi cuerpo y mi espíritu son malos y feos, son un precioso mutuo respeto.


8 de febrero de 2017

De las dudas infinitas...

Él tiene algo especial y lo sabe, pero finge olvidarlo para dosificar esa energía que siempre le desborda. Son un par de cosas, no más. Dos o tres cualidades normales que viste con chaleco reflectante.

Me gustaría decir que sus características tienen nombre, pero no es así. Son más bien colores y sabores muy cortos y áltamente inflamables. Es la habilidad de responder tan deprisa y con rabiosa brillantez a cualquier cosa que le digo, la forma en que se inventa mi nombre cada vez que descuelgo el teléfono y la manera en que grita y tira cosas por el suelo. Siempre se despierta guapísimo a pesar de haberle hecho dormir en una cama donde no caben dos como él; eso sí, puede abarcarme entera cuando me abraza y aún queda todo el espacio del que yo me privo para acompasar mi insomnio con esos latidos fuertes y fuera de sus órbitas.

Utiliza palabras que en mi mundo no existen y menea esos aires que no son de esta época sólo para hacerme reír. Nunca me gustaron las chocolatinas y ahora las desenvuelvo todas, aunque se lo reproche cada noche a las 23.30 mientras escucho como descansa esa fiera a la que sólo amansan las obligaciones. Me arranca la sonrisa a gritos en mis peores días. "No te vas a creer lo que me ha pasado hoy, vas a flipar", me dice cada día mientras se distrae siendo él mismo, como siempre. Busco entre las frases ese "nena" que suena a la vez tan dulce y tan canalla.

Él posee cualquier pequeño dato que nunca te interesó, te vuelve en tu contra escuchando sus palabras esperando que haga magia describiendo olores, sabores y hasta la textura de un pensamiento. Escribe menos de lo que debería porque las ideas no le caben en un cuaderno ni su velocidad es compatible con las teclas de un ordenador.

Mi desorden le saca de quicio, pero le encanta conocerlo y poder recordármelo cuando intento fingir que soy una mujer adulta. La televisión, ese rectángulo vicioso que nunca conectó conmigo abarca todas las dimensiones cuando se pone a mirarla. La basura crea formas divertidas y hasta inteligentes, llenas de su reflejo burlón. Le encanta leer. Escribe lo que siente al terminar un libro porque es la única manera de hacer que se ciña a un círculo cerrado.

Tiene un sentido del humor riquísimo, enloquecido y lleno de matices. A veces sus bromas hacen un gesto de humildad cobrando formas simples y toscas, pero es torpe haciéndome creer que carece de empatía y sensibilidad. Cree que pertenece a la clase social que le rodea cuando se asoma a la ventana, pero sólo sabe vestir de barrio. La ropa de deporte ha sido diseñada para él igual que el deporte mismo. Aprecia todas las pequeñas cosas, desde el sudor que derrama mientras juega al fútbol hasta el sabor de ese refresco amargo incompatible con cualquier paladar corriente. Adora comer, tanto que a veces se le olvida dónde acaba el plato y dónde empieza mi ropa interior.

Tiene una sonrisa preciosa. Es tan grande que incluso su barba se torna endiabladamente suave mostrando sumisión ante esa boca llena de sabor y de palabras. Tiene un lunar que escupe fuego y un abdomen cuyos relieves me hacen perderme entre luces y sombras. Es visceral y las tripas son los únicos ingredientes que conoce en la cocina y en la cama, allí donde no es capaz de ver el límite.

Me agarra con una seguridad ciega, me saca de quicio dándome la mano y quitando el brazo. Pero él sabe que no tengo armas frente a ese aroma que sólo sus potingues, sus vaivenes y sus poros son capaces de crear. La espontaneidad es su viva esencia. Resulta incansable cuando se trata de correr aún más rápido o decirte algo al oído. Lo comparte todo con la gente que quiere y no es capaz de moderarse al decirte que le vuelves loco. Cada lunes las frases de mi buscador son un disparate, tanto como ese pantalón amarillo dentro de unas piernas del norte de Madrid.

Lo más mágico de todo es que ni siquiera conoce su gran poder. Aquello que hace que no pueda decir que no a nada mientras él dice y dice... El mayor y más simple de sus tesoros y que llevo en mi cabeza desde que empezó a clavárseme como dulces y lascivas estacas desde el día en que se coló en mi habitación. Su voz. Su maldita, musical e inquebrantable voz. La que guardo en tarros de conservas para pegarme atracones cada vez que eche de menos cualquiera de sus bobas palabras.