Era temprano, la luz escaseaba y hacía frío, pero decidí levantarme con la intención de hacer de mi cocina un refugio con la calidez de mi taza de café. El día anterior me acosté muy cansada y supe que por la mañana me despertaría con un muelle en los pies decidida a teatralizar mis aburridos pasos.
En cierta manera me engañaba, no tenía ganas de salir de la cama. Aun así quería demostrarme a mí misma que era dueña de las horas, los minutos, los segundos... Cuanto más despacio los nombraba más conciencia tomaba de su existencia y de la mía propia. Parecía que cuanto más fraccionase el tiempo más le daba la licencia y no al contrario. Me duché, aireé un poco la habitación y salí directa al trabajo. No es un trabajo creativo ni divertido, tampoco me proporciona un buen sueldo ni supone un reto intelectual, pero me permite vivir por mí misma y cultivarme haciendo lo que más me gusta, irrumpir.
Ya no recuerdo la última vez que le dediqué tiempo a mis aficiones con pasión desinteresada. Me asaltan algunos momentos en los que escuchar música consistía en desmembrar su esencia y nada más, igual que alguna frase de un libro decodifica tus más internos deseos. La vida personal encontraba cobijo en sonidos, paseos, lecturas... instantes que difícilmente se dejaban invadir. Conquistaban todo aquello que parecía vulgar y hacían del futuro algo mediocre. Merecía la pena posponerlo por un rato más a su lado, en paralelo a las grandiosas miradas del arte.
Después de trabajar me aproveché de ese aroma que aún guardaba en la memoria para recordarme que aún seguía siendo joven y maleable. Entré en la primera cafetería que encontré y me senté a leer al lado de una taza de café. ¡Qué envidia! ¡Qué fácil parece verbalizar los entresijos de la mente humana cuando ya están escritos y ordenados! Alguien tuvo que pensar lo mismo, debió de sentarse en un bar desesperado exigiéndose una explicación y buscando las cosquillas a sus miedos para hacerlos gritar. Seguramente los enfureció, los hizo añicos y pudo ir recomponiéndolos pieza por pieza hasta formar un bonito paisaje.
Casi sin darme cuenta era la hora de cenar. No tenía hambre ni una despensa golosa, así que decidí irme a casa a tomar una infusión antes de despedazarme en la cama.
Boca arriba mis brazos se extendían, las piernas eran largas y frágiles. Los terrores nocturnos se sucedían en plena vigilia y necesitaba desesperadamente dormirme para tomar algún contacto con la realidad. El silencio ayudaba a escuchar mis latidos, fuera del compás de las agujas del reloj y desbordantes como el agua en ebullición o un vómito fuera de control. Mi propia naturaleza era dueña de cualquier propiedad artificial. La odiaba, quería que se dejase a la plasticidad, que comprendiera los riesgos de una vida sin protocolo y enfriase sus fuegos para ser un poco más feliz. No entendía por qué sólo los mundos ficticios materializaban mis grandes anhelos y se adueñaban para siempre de mis palabras.
Dormir fue sencillo, biológico...
Hoy también me he levantado temprano, esta vez con los instintos agotados. Será estupendo mecanizar los primeros pasos del día y volver a deambular hasta que una canción, una cerveza o una sonrisa me obliguen a desobedecer.