Deben de ser horas las que llevo caminando por el desierto, quizás días desde que empecé a contar. Exhausta y con la vista nublada camino a pequeños pasos de gigante buscando agua, buscando sed. En el oasis de mis pensamientos estoy ligera, llena de un fuego más caliente que las montañas que voy a recorrer.
Las arenas movedizas me piden que patalee y que grite, que enrede mis dedos entre los hilos del polvo mientras consigo darme la vuelta.
Peleo con mi propia piel que, enrojecida, se reparte entre la crudeza y las ganas de arrastrarse por las dunas. Junto a la ventana ensombrecida miro los botones rotos del aire acondicionado que, obsoleto, nos ve morir de calor.
La bocanada de un aire reciclado me recuerda que tengo el oxígeno limitado, que viva mientras pueda en las rocas aunque me queme todas las yemas de los dedos.
Pierdo el hilo de mis palabras entre las palmeras de un oasis loco. Mientras lucho por morder más fuerte que las llamas, palpitan mis ojos y lloran los niños de los vecinos. Se espantan hasta los escorpiones cuando ven tanto veneno en tan pocos metros cuadrados.
El hambre ha llegado al desierto dejando los cuerpos vulnerables, flacos, hueso contra hueso...