Anduve mucho
tiempo creyendo que era una invitada común, de las de toalla en mano, agua
mineral y soso neceser. Sin embargo, en una siesta cualquiera un golpe en la
cabeza me ha hecho darme cuenta de mi condición de anfitriona. La peor, visto
lo visto, de todas.
No puedo compartir
cepillo de dientes y por ello me seguiré torturando hasta que asimile que es
un capricho tolerado. Ser donante constante, con o sin
sangre, lo que les sacia es lo morado, no la solidaridad.
Me gustaría poder
decir que me alegro, pero este dilema de supervivencia del siamés me trae con
un brazo en mí y otro, al final, en ninguna parte.
Perdona nuestras
ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Y por favor,
líbranos del pan.